“El pueblo es el abecé de todo usurpador, ahí tenéis la ciega potestad para realizar cualquier acto con la más absoluta impunidad y con la autoridad que habrá de encubrirlo todo”, afirmaba Maquiavelo
Cipriano Fuentes
A Yamile Samara, sagrada y perenne diosa personal, en tono de despedida.
Sabio como era, si Albert Einstein no estaba seguro nadie lo estaría —ni lo está ninguno todavía—: “Sólo dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana, pero de la primera no estoy tan seguro”.
Tampoco Maurice Joly podía predecir que, transcurrido cierto tiempo, había de surgir un derivado del marxismo denominado socialismo del siglo XXI con las mismas finalidades de lo previsto en su inolvidable volumen satírico sobre Napoleón III —el pequeño—, “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu” (París, 1864), citado por Sadio Garavini di Turno —ese destacado ensayista venezolano, a la altura de Huntington, en pensamiento político y de Menton, en crítica de texto—, en su luminoso y asertivo libro “Entre la soberbia y la incertidumbre” (Caracas: Random House Mondadori, 2010).
Habla Maquiavelo:
— Buscaré mi apoyo en el pueblo; este es el abecé de todo usurpador. Ahí tenéis la ciega potestad que proporcionará los medios para realizar cualquier acto con la más absoluta impunidad; ahí tenéis la autoridad, el nombre que habrá de encubrirlo todo. El usurpador de un Estado está condenado a renovarlo todo, a transformar las costumbres. Tal es el fin, pero en los tiempos que corren sólo podemos tender a él por sendas oblicuas, por medio de rodeos, de combinaciones hábiles y, en lo posible, exentas de violencia. Por lo tanto, no destruiré directamente las instituciones, sino que les aplicaré, una a una, un golpe de gracia imperceptible que desquiciará su mecanismo. De este modo iré golpeando por turnos la organización judicial, el sufragio, la prensa, la libertad individual, la enseñanza. Por sobre las leyes anteriores haré promulgar una nueva legislación, la cual, sin derogar expresamente la antigua, en un principio la disfrazará, para luego, muy pronto, borrarla por completo.
— Hay que destruir los partidos políticos —continúa impertérrito Maquiavelo— y, en general, las fuerzas colectivas. Es preciso lograr que en el Estado no haya más que pobres, militares y muy pocos adinerados. Manipular la opinión pública es fundamental, por tanto el propio Gobierno debe transformarse en periodista; no debe cometer la estupidez de suprimir la libertad de prensa, sino dirigirla y controlarla a media distancia, fomentando una sana costumbre de autocensura a través de la intimidación. Hay que utilizar los controles fiscales para atemorizar a los adversarios, hacer y deshacer constituciones y acabar con la independencia del Poder Judicial. Rellenar el Parlamento de diputados incondicionales y transformarlo en un órgano de homologación de la voluntad del Ejecutivo. Utilizar inteligentemente el “estado de emergencia” y leyes excepcionales, que deben introducirse siempre como disposiciones transitorias; sin embargo, una vez superadas las épocas de transición, las excepciones permanecen. El déspota no debe temer hablar como demagogo, porque después de todo él es el pueblo, y debe tener sus mismas pasiones. Se debe elegir como prototipo a un grande hombre del pasado, cuyas huellas debe seguir en todo lo posible. Tales asimilaciones históricas ejercen todavía en el pueblo un profundo efecto.
Las palabras de Maquiavelo tienen una asombrosa actualidad en relación con lo que ocurre en la Venezuela del diálogo en el infierno chavista, y, con los años, la obra de Joly se ha convertido —para cualquier líder carismático o dictadorzuelo o aspirante a serlo— en un indispensable manual del despotismo moderno, así como de las dimensiones ilimitadas de la estupidez humana.
@renglon70