Gustavo Luis Carrera
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«Los seres humanos nacen iguales», reza un precepto biológico. «La sociedad los hace desiguales», establece un criterio derivado de la experiencia. Los hechos demuestran que la distancia que va del hecho natural al orden social es un proceso de desajuste y de segregación que opera en forma radical: no se percibe nada semejante a la igualdad en la colectividad humana.
EL PRINCIPIO DE LA IGUALDAD. La idea de igualdad entre las personas nace con los preceptos cristianos, que establecen, por primera vez en la historia, que los seres humanos son iguales, porque todos son hijos de Dios. Esta revolución ideológica fundamental cambió el mundo y dio inicio a un nuevo orden social. La igualdad pasó de ser un deseo oculto a establecerse como un precepto esencial. Ya la Revolución Francesa, a fines del siglo XVIII, incorpora la igualdad en su lema fundamental. Es habitual que se hable del respeto a las normas igualitarias como de un principio básico de la organización social equilibrada y democrática.
¿UNA ENTELEQUIA? En el terreno de los hechos, vemos que la igualdad se proyecta como un objetivo a ser alcanzado. Comenzando porque no parece clara y evidente su condición. En el pensamiento de la antigua Grecia (Focílides, poeta gnómico) ya surge una propuesta de sentido: la equidad, atributo incomparable, consiste en otorgar a cada quien la porción que le corresponde. Pero, queda en suspenso saber quién hace la distribución y en qué consiste la porción debida a cada uno. Desde entonces, la igualdad, el principio socialmente equitativo, vive en una especie de interrogante suspendida, semejándose a una entelequia. Por ello, no pocos piensan que sólo somos iguales ante Dios.
INJUSTO DESAFUERO. El establecimiento del contrato orgánico que instituye la agrupación que llamamos sociedad, divide, de una vez, a los seres humanos en grupos, estamentos o clases sociales. Y a fin de cuentas, mantiene y reafirma lo que parecía un nivel primitivo: la diferencia entre los poderosos y enriquecidos y los menesterosos y
carenciales. Así, la sociedad, no escapa a la elementalidad discriminadora, reafirmando cada vez, al paso de los siglos, la condición primitiva: unos son los beneficiados en grado máximo, otros los intermedios semi capaces de proveerse, y muchos los desprovistos de recursos. ¿Cuánto no han luchado mentes principistas contra este oprobioso estado de cosas? Y nada parece lograr un cambio sustancial. Las diferencias de los niveles sociales no sólo se mantienen, sino que se agravan, bajo circunstancias extremas, como las de un cataclismo o de una pandemia. Se trata de un injusto desafuero que contradice la esencia socialmente equitativa del sistema democrático. ¿Será que la igualdad es, apenas, un desiderátum idealista en la dimensión colectiva? ¿No hay sociedad posible sin desigualdad?
VÁLVULA: «La igualdad entre los seres humanos, proclamada por el cristianismo, y reclamada por la Revolución Francesa, se ha diluido en la práctica social, donde la desigualdad campea por sus fueros. Vivimos en una sociedad fundada en la injusticia que sentencia la división entre ricos y pobres. ¿Será un desajuste ominosamente inevitable?
(glcarrera@yahoo.com)