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¿Existe, realmente, la libertad de expresión?      

   

Quien detenta el poder se cree con el derecho de restringir y enturbiar la libertad de expresión. A la ciudadanía, a un pueblo todo, le corresponde luchar por alcanzarla”. El escritor británico George Orwell (1903-1950) decía que «Libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír». 

Gustavo Luis Carrera I  LETRAS AL MARGEN                 

            Se piensa que en la época contemporánea han desparecido los prejuicios, los temores y las persecuciones a causa de lo que la gente piensa y comunica. Se cree que la civilización y el llamado progreso conducen de suyo al establecimiento de la libertad de pensar, de decir en público y de hacer conocer sus ideas por toda la colectividad a la que se pertenece. Pero, esto se parece mucho a una vana idealización. Nadie niega que la libertad es un derecho humano esencial, un sine que non de la condición ciudadana. Pero, en el terreno de los hechos la libertad de expresión pública es un territorio de arenas movedizas.

            PRINCIPIO TEÓRICO. La idea de una libertad de opinión se relacionó con la aparición de la imprenta, y más concretamente de los periódicos. Es evidente. Era la vía de circulación de lo que se quería expresar. Por ello, se le llamó libertad de prensa. Tempranamente, en nuestro país, bajo ese nombre es celebrada su existencia por Fermín Toro, a mediados del siglo XIX, como un signo de avance social. Y en efecto, fue una señal de reconocimiento de un justo derecho. Después se le llamó libertad de opinión, y más exactamente, libertad de expresión. Y así se explicita en el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948. De igual modo, forma parte de las Constituciones de múltiples países, incluyendo el nuestro. Es el derecho de cada uno de expresar sus opiniones de manera pacífica, inclusive de protesta no violenta. Es el derecho de buscar y difundir, responsablemente, ideas, informaciones, puntos de vista. Y en un país equilibrado la oposición tiene derecho de opinión y expresión; igual que lo tiene el gobierno. Es un signo de juego limpio en el comercio público de la confrontación ideológica y la difusión abierta de los diferentes ángulos de visión social y cultural, sin discriminaciones ni censuras forzadas. Así, la libertad de pensamiento, de opinión, y de expresión constituye, en su tríada, una cúspide entre las elevadas cimas de la democracia.      

            REALIDAD PRÁCTICA. Ahora bien, la libertad de expresión puede hacerse molesta para algunos regímenes políticos. Y de esa incomodidad se deriva la negación de su ejercicio, e inclusive la persecución de sus responsables, supuestos o reales. Es más, ya resulta un axioma que los regímenes fascistas o fascistoides califiquen de «comunista» a todo crítico o adversario; y que los sistemas comunistas o comunistoides acusen de «fascista» a quien los censure o les haga oposición. Entonces, el resultado es la pérdida de toda perspectiva justa y seria. De esa forma la libertad de expresión está negada de antemano. Se supone que se trata del derecho a censurar, a denunciar; y no a halagar, a apoyar. En esto radica el núcleo del desajuste y la deformación. Inclusive se llega al extremo de acusar y perseguir a alguien como responsable de un delito de «intención», o sea no de decir algo, sino de tener la intención, el propósito oculto, de decirlo. Y cuando se aplican estos recursos ridículos de rechazo a la menor crítica pública, es evidente que la libertad de expresión no sólo está ausente, sino que es declarada enemigo público número uno.      

        ¿OTRO MITO SOCIAL?  El principio es plenamente válido: así como la libertad de  pensar no puede ser reprimida, la libertad de expresarse, de opinar, no puede  constreñirse autoritariamente. La idea es muy antigua, tanto que en el siglo I el historiador romano Suetonio, la afirmaba de manera rotunda: «En un Estado verdaderamente libre, el pensamiento y la palabra deben ser libres». De hecho, es un principio civil por el cual se ha combatido y se han ofrendado vidas a través de la historia. Se ha luchado decididamente por lograr que sea acatado. Pero, el fanatismo ha viciado todo el proceso, con la imposición persecutora a la fuerza, con prácticas discriminatorias y abusivas. Quien detenta el poder se cree con el derecho de restringir y enturbiar la libertad de expresión. Sin duda por lo que decía el escritor y político británico George Orwell: «Libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír». Seguramente esta limitación impuesta por el poder del momento, llevó a los estoicos a la convicción de que la sola libertad plena y segura es la libertad de pensamiento, porque es el único predio personal donde no pueden entrar intrusos agresores. Todo conduce a hacerse la pregunta inevitable: ¿es la libertad de expresión una realidad o una entelequia? La respuesta es manifiesta: junto a la libertad pública, la justicia y la igualdad¸ se suma la libertad de expresión como otro mito social. La real democracia pretende garantizar esa opción. A la ciudadanía, a un pueblo todo, le corresponde luchar por alcanzarla.

        VÁLVULA: «Partiendo de la libertad de pensamiento, se supone que hay una libertad de expresión. Es como la culminación de una misma capacidad personal y pública: se pueden dar a conocer las ideas propias, responsablemente. Pero, en el ámbito de los hechos, esa opción es negada tan insistentemente, inclusive con  persecuciones y condenas, que la libertad de opinión es confinada a la condición de entelequia, por la cual ha de lucharse entre los derechos humanos universales». 

glcarrerad@gmail.com

EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Ganador del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971); Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995. Nació en Cumaná, en 1933.

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