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La guerra: signo de identidad de la barbarie I Letras Al Margen I Gustavo Luis Carrera

       

La acción guerrera es un atentado contra la civilización, contra el respeto mutuo, en suma contra la vida.

Gustavo Luis Carrera I    LETRAS AL MARGEN

       La guerra se define habitualmente como un conflicto armado entre dos países o bloques internacionales. Dicho así, parece un hecho común en el  plano de las relaciones entre los Estados, semejante a la firma de convenios económicos o de planes culturales. Pero, bien se sabe que quien dice guerra, preanuncia muerte y desolación. El estado de guerra es una aventura en el vacío histórico. Es un contrasentido dentro del desarrollo civilizado. Es la puerta de entrada en un riesgo extremo, sin perspectivas de salida incólume. Conviene, al caso, ver algunas opciones interpretativas.        

     ORIGEN DE LAS GUERRAS. Se considera que la guerra más antigua de la cual se tiene sustento histórico ocurrió en Sumer, en la antigua Mesopotamia (en Asia occidental, sobre todo donde se sitúa Iraq), cuando se trabaron en combate las ciudades-estado de Lagash y Umma, hace unos cuatro mil años. La lucha tenía como objetivo apoderarse totalmente de las feraces tierras extendidas en la frontera de ambos dominios. (La misma pretensión de la actual Rusia con respecto a Ucrania). Otra fuente de conflicto ha sido la rivalidad económica y cultural, como la de Atenas y Esparta en la antigua Grecia. Y muy comúnmente se da la guerra por las aspiraciones imperialistas, de dominio de un país sobre otro, o en referencia a territorios sin demarcaciones precisas o recién descubiertos por naciones más desarrolladas. Igualmente, en grado muy representativo, las guerras han tenido un origen religioso, con el propósito de imponer la fe dominante en un pueblo sobre la de otro (piénsese en ejemplos ostensibles, como el Imperio Persa, las Cruzadas, la Conquista de América). Pero, las guerras mundialmente más devastadoras se han originado por las pretensiones de dominio de países belicistas, o de alianzas consumadas, sobre las naciones vecinas, y más allá (tómense como ejemplos la Primera y la Segunda Guerra Mundial, respectivamente de 1914 a 1918, y de 1939 a 1945). En resumen, la guerra se origina por la voluntad invasiva de un pueblo sobre otro, con su fatal consecuencia devastadora, que se cuenta en número de muertos y de ciudades aniquiladas y economías arrasadas.           

     LA HISTORIA ES UN COMPENDIO DE LAS GUERRAS. En anterior oportunidad hemos planteado cómo está marcado por las guerras el proceso histórico mundial. Inclusive hay que aceptar el vergonzante hecho de que la historia es la historia de las guerras. Parecería que nunca ha habido un considerable período de tiempo sin una guerra en proceso. El desarrollo de las naciones y el cumplimiento de los reinados están signados por pretensiones de dominio y por alianzas que desembocan en combates  armados. ¿Es una condición inevitable en la efervescencia de la lucha por el poder y la usurpación de territorios vecinos? Así lo parece. Pero, en el terreno de los hechos, la guerra siempre busca una justificación; siendo frecuente que la opinión general se debata entre quienes defienden a un bando y quienes se sitúan al lado del otro. Pero, ¿a fin de cuentas, cómo negar que  guerra significa muerte, desolación barbarie? Actualmente sobresalen la guerra entre Ucrania y Rusia, motivada por la invasión imperialista de ésta sobre aquélla; y la guerra en curso entre Israel y Hamás, generada por el sanguinario acto terrorista de este grupo contra aquella nación. Pero, hay otras guerras en proceso -con largos desarrollos que las hacen olvidar- como, por ejemplo, la que acontece en Siria. Y así ha sido de siempre. Sin embargo, nunca han faltado mentes lúcidas que previenen sobre el riesgo inmensurable que implica una guerra, como la de Erasmo de Rotterdam, cuando afirma: «La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa». 

     LA BARABRIE DISFRAZADA. La simulación retórica es utilizada para camuflar la guerra, con el empleo de preceptos y principios incuestionables: justicia, libertad, derechos; o con razones aparentes: defensa, represalia, desagravio. Pero, detrás de todos los epítetos que se quieran usar, ostenta su presencia aplastante la barbarie. Como quiera que se vea, resaltan las sabias palabras del ilustre papa Juan Pablo II: «La guerra es siempre una derrota de la humanidad». Y es una verdad ilustrativa: la acción guerrera es un atentado contra la civilización, contra el respeto mutuo, en suma contra la vida. En el terreno de los hechos, la guerra, indefectiblemente desata excesos de barbarie, en medio de la pasión, el odio o la ambición. Es una condición inherente a la lucha armada, así la guerra sea de independencia o de combate por derechos civiles colectivos. Toda guerra, justificable o no, sitúa a sus participantes en excesos de crueldad y de deshumanización. Por ello no es exagerado establecer un vínculo fatal con la barbarie. Al final, habrá que convenir con la reflexión del general norteamericano George C. Marshall (el mismo cuyo nombre se hizo internacionalmente famoso designando el próvido plan norteamericano de recuperación de Europa después de la Segunda Guerra Mundial): «El único modo de vencer en una guerra es evitarla». Sabio principio, cuyo cumplimiento es el antídoto insuperable para no participar en la barbarie inherente a toda guerra.      

     VÁLVULA: «La guerra es un paso en el vacío de la historia de la civilización. Es el símbolo del triunfo del primitivismo. Su presencia al lado de la formación de las naciones la hace aparecer como inevitable, a lo largo de los siglos. Pero, cualquiera que sea su índole: de independencia o de pretensión imperialista, su decurso concita la barbarie, sembrando muerte y desolación».                                                                                                    glcarrerad@gmail.com

EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.



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