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Emigración: señal de nuestro tiempo 

Venezuela encabeza la lista del alto número de emigrantes en proporción con el total de sus habitantes.

Gustavo Luis Carrera I  LETRAS AL MARGEN                 

           Emigrar es un verbo capcioso, por no decir tenebroso. En cualquier caso, inclusive cuando significa la búsqueda de algo mejor, implica un riesgo, una aventura, sumirse en lo desconocido. Y esa inseguridad es la antesala del temor: la incógnita de lo imprevisible, la incertidumbre de dejar lo que se tiene, por poco que sea, en persecución de lo imaginado, que podría, inclusive, ser una vana ilusión. Es decir que emigrar es un dramático acto de valentía.   

        EL EMIGRANTE. El emigrante deja de ser un nacional para convertirse en un extranjero. Y quienes hemos vivido años fuera de nuestro país sabemos lo que esto significa. La tendencia general de la condición humana es a desconfiar de los «distintos», de los forasteros. Esto es sabido. Pero, cuando llega a extremos de la xenofobia (verdadero odio a los extranjeros), el riesgo se convierte en discriminación, en persecución, e inclusive en reenvío al país de origen. Muchos falsos argumentos se aducen para rechazar a los migrantes. Mentiras oportunistas, porque bien se sabe que los migrantes vienen a hacer el trabajo que los del lugar menosprecian, o a cumplir beneficiosas funciones profesionales. Así, de hecho, para sobrevivir en el extranjero hay que estar dispuesto a cumplir el trabajo que se presente, por más discriminado que sea y por peor pagado que esté; todo en pro de un cambio de economía y de ambiente que se persigue. Lo que pretendemos resaltar aquí es la dramática lucha que el emigrante debe acometer, con poderosos elementos en su contra: se le ve como el «diferente» sospechoso, se le discrimina simplemente por venir de fuera, se le paga menos que al trabajador del país, se le relaciona a priori con la delincuencia del lugar; en fin una serie de limitaciones y de obstáculos que reafirman nuestra idea: emigrar es un soberano acto de valentía.     

Hemos pasado de ser un país de emigrantes a uno de emigrados”

        ¿POR QUÉ SE EMIGRA? Si hay algo evidente es que nadie emigra buscando una situación peor que la que abandona. El sentido del acto migratorio es la aspiración a mejorar económicamente, a salvaguardarse de la inseguridad o a refugiarse por causa de un cataclismo, de una guerra o de una amenaza política. Es decir que la emigración es lo que popularmente se llama «la tabla de salvación» (empleando la imagen del náufrago). Las grandes migraciones de los últimos tiempos, como la de los irlandeses que fueron a Estados Unidos huyendo de la hambruna que asolaba su país, o la de los europeos hacia América Latina a consecuencia de la crisis producida por la Segunda Guerra Mundial, son ejemplos fehacientes del movimiento de grandes grupos humanos en busca de la supervivencia en condiciones de mejoramiento económico y ambiental. Ahora, vivimos entre nosotros, en esta tierra de lucha y tenacidad, la dramática experiencia de haber pasado de ser un país de emigrados, a ser un país de emigrantes. Sí, Venezuela encabeza la lista del alto número de emigrantes en proporción con el total de sus habitantes. Mientras se producen dramáticas migraciones por nuevas situaciones bélicas, en cruentas guerras, y prosiguen otras tradicionales por razones étnicas, religiosas o políticas, la venezolana impacta por su elevado porcentaje y su variada condición social, profesional y económica. Ya decíamos que nadie emigra para peor, sino para mejor. Bastaría con preguntarles a nuestros emigrantes por qué lo hacen.          

Emigrar es un conmovedor acto de valentía”  

        ESTATUS SOCIAL Y POLÍTICO. ¿Cuál es la condición del emigrado con respecto a los derechos ciudadanos? La respuesta está implícita en la situación inestable del emigrado al llegar al nuevo territorio.Si tiene un pasaporte, posee una nacionalidad. Si no, es un apátrida. Y como quiera que sea, su condición es inestable mientras no logra un permiso de trabajo o de residencia. Inclusive a veces hay que salir del país donde se está, para lograr una nueva visa en la embajada correspondiente, y volver al punto de partida. En fin, lo que pretendemos es destacar la permanente acompañante del emigrado: la inseguridad. Si nuestro país no brinda ayuda y protección, a través de embajadas y consulados, a nuestros compatriotas emigrados, ellos quedan a todo riesgo en un medio que los trata con indiferencia, cuando no con hostilidad. Detrás de todo se define una realidad: normalmente los migrados -ya sean temporales o permanentes- cumplen labores en sectores que tienen crisis de mano de obra en el lugar; es decir que los migrantes son una solución laboral; o desempeñan actividades profesionales y técnicas de alto nivel, también en rangos que se encuentran en aguda necesidad de apoyo en el país receptor. Es decir, que funcionalmente los migrantes justifican de manera sobrada su presencia, significando una solución a problemas apremiantes en distintos estamentos laborales. Pero, queda en pie nuestra preocupación por la necesidad de que nuestras autoridades oficiales doten a los compatriotas emigrados de un estatus social (ayuda de protección educativa y sanitaria) y político (condición de nacional de un país, que exige el respeto a sus derechos ciudadanos). Volvemos a la idea que compendia nuestra convicción: emigrar es un conmovedor acto de valentía.   

        VÁLVULA: «Por lo general, no emigra quien quiere, sino quien debe hacerlo. La búsqueda de mejoras económicas y ambientales es el factor determinante de la decisión de abandonar su tierra y perseguir mejor destino en otra. Hemos pasado de ser un país de emigrantes a uno de emigrados. Y nuestras autoridades deben cumplir con las obligaciones que esta condición exige: apoyo y solidaridad con el emigrado. Porque quien emigra persigue noblemente mejorar, para sí y para los suyos. Una osada búsqueda de supervivencia, que es un sagrado derecho humano».                  

glcarrerad@gmail.com

EL AUTOR es doctor en Letras y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, donde fue director y uno de los fundadores del Instituto de Investigaciones Literarias. Fue rector de la Universidad Nacional Abierta y desde 1998 es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. Entre sus distinciones como narrador, ensayista y crítico literario se destacan los premios del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1963, 1968 y 1973); Premio Municipal de Prosa (1971) por La novela del petróleo en Venezuela; Premio Municipal de Narrativa (1978 y 1994) por Viaje inverso y Salomón, respectivamente; y Premio de Ensayo de la XI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1995) por El signo secreto: para una poética de José Antonio Ramos Sucre. Nació en Cumaná, en 1933.

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